FELIPE IPAS – EL ERMITAÑO DE LA VIRGEN DE IDOIA

Javier Rey Bacaicoa - Septiembre 2003

Hacer senderismo trae muchas satisfacciones. Uno puede encontrar paisajes nuevos, sorprendentes. Podemos conocer nuevos pueblos y culturas. Podemos descubrir costumbres y formas de entender el mundo, fiestas y rituales nuevos.

Ermita de la Virgen de Idoia al llegar desde Otsagi

Pero para mi gusto nada hay comparable al hecho de contactar con las personas. Personas entrañables y entregadas a su trabajo, que son capaces de trascender más allá de lo que sería su entorno inmediato, su obligación laboral, y nos dejan un legado personal impresionante. Además lo hacen con un cariño que impregna todos y cada uno de los rincones que tocan.

Hace pocos días tuve la suerte casual y extraordinaria de conocer a Felipe Ipas.

Andaba documentando este hermoso sendero de la Virgen de Idoia y llegado a la ermita me encontré con un recoleto paraíso. Era día caluroso del final del verano, y tras kilómetro y medio de paseo me encontré con la joya del día, la ermita de la Virgen de Idoia.

No digo joya por lo artístico o lo sentimental, que también lo tendrá, sino simplemente por encontrar en medio del campo este remanso lleno de flores, de cuidados rincones, de sorpresas y detalles: un banco a la sombra, una piedra tallada colocada en un lugar a propósito, un emparrado, una fuente...

Estaba Felipe hablando con unos paseantes, contestando a sus preguntas, y yo me senté en el banco de al lado a tomar mi almuerzo. De pronto se levantó y saludándome intercambiamos unas pocas palabras. Al momento ya era como si me conociera de toda la vida. Me invitó a ver su casa, allí mismo.

- ¿Tienes la vivienda aquí?

- Hombre... Si quisiera podría vivir aquí, pero no, vivo en el pueblo. Ahora, si te apetece... te puedo enseñar unas cuantas cosas que te pueden interesar...

Y Felipe abrió la vieja casa del ermitaño y me invitó a pasar. El entorno exterior debería haberme puesto en antecedentes de lo que podía encontrar en el interior. Pero nadie espera hallar tanta riqueza.

Lo que tiene oculto Felipe en su casa de ermitaño es todo un museo etnográfico construido a base de años y años de interés y trabajo. Y se dice pronto.

Desde los años cuarenta, con infinita paciencia, ha ido recogiendo los utensilios, las fotos antiguas, los papeles, los aperos y pequeñas herramientas de todas aquellas casas de Isaba, Urzainki, Uztarroz, Ansó... que se iban a derribar. Él pedía permiso y recogía aquello que nadie consideraba de valor.

Y con mucho cariño lo ha ido guardando, ordenando y colocando en esta vivienda que, correspondiéndole por derecho, ha dedicado íntegramente a exponer sus materiales.

Subimos primero a ver la cocina, que guarda el estilo de hace tantos años, con su chimenea, sus trebejos, el molinillo de café, la plancha que se calentaba sobre la chapa, su vasijero empotrado con sus puertas de madera... No falta un detalle.

Cocina

Me enseña una especie de caja, como si fuera una mochila de madera, que está colgada en la pared. Me emplaza a averiguar de qué se trata. Yo no tengo ni idea.

Al final la abre. Resulta ser el botellero donde los pastores llevaban el anís, el coñac...

Botellero

Más allá mantiene una habitación tal y como se estilaba a comienzos del siglo XX. Después avanzamos por un pasillo y llegamos al coro de la ermita (hemos pasado por el «puente» establecido entre la ermita y la casa). Felipe me describe desde aquí la estructura de la nave y me cuenta lo del retablo, barroco, construido por un artesano izabarre que casualmente trabajaba en el taller de Zaragoza al que se hizo el encargo del mismo. El esmero que puso en ello era lógico. Le tiraba el amor de su tierra.

Varas de boj para asar la carne

Antes de salir me señala preocupado la mancha que deja año tras año la insistencia de un murciélago en aposentarse justo encima del coro.

Y volvemos después para ver dos salas, las más amplias de la casa, que están totalmente ocupadas por la colección de Felipe.

Sala principal

Largas mesas y paredes repletas de carteles, fotografías, documentos y sobre todo herramientas y utensilios de todo tipo. Veo fotografías que conozco por las colecciones del Marqués de Santa María del Villar de personajes roncaleses, ansotanos y salacencos. Pero junto a ellas hay muchas otras para mí totalmente desconocidas.

Llama la atención, por su antigüedad, una imagen en gran tamaño de Isaba en la que se ve el pueblo en su totalidad, en una panorámica que nos muestra que todavía estaba sin construir la carretera. En la misma no están muchos edificios que hoy desentonan en la arquitectura roncalesa del lugar. Y entre otras cosas aparece una antigua iglesia que, según me cuenta, existía en la parte superior, situada todavía más arriba que la actual.

El jardín se extiende frente a la puerta de la ermita

- ¡Qué dificultad iban a encontrar los franceses para quemar el pueblo! me dice Felipe mientras me enseña una teja de las que antes cubrían las viviendas: de madera...

Sería largo y prolijo contar todos los detalles de lo que nos enseña: imágenes y objetos de almadieros, pinchos de cardar la lana, romanas y otros trebejos para pesar, hoces y hocetes, rústicas raquetas de madera para andar sobre la nieve, láminas (impresas en Francia) que utilizaba la escuela para la enseñanza, con deliciosos dibujos de las labores rurales, varas de boj que preparaban los pastores para clavar la carne y asarla a distancia sobre la hoguera...

También podemos ver un ejemplar de las constituciones de la Cofradía de la Virgen de Idoia. Felipe se lo mostró a un historiador (Francisco González), profesor de la Universidad de Zaragoza, quien se brindó a transcribirlas.

Yo estoy seguro también de que Felipe ha hecho cosas que no me cuenta, como por ejemplo el sencillo mosaico de cantos rodados de diferentes colores que muestran en el suelo de la puerta de la ermita el nombre de la virgen. Seguro que también se preocupó de colocar el libro de visitas donde se recogen las impresiones de los visitantes, y especialmente los emocionados mensajes de las «Idoias» que llegan hasta aquí.

Y es fácil deducir que sin Felipe esta ermita sería una de tantas. No llamaría mucho la atención. Él pone su cariño y su memoria personal al servicio del lugar. La armonía del conjunto no deja de ser un reflejo del amor que pone en todo ello.

Me señala algunas piedras en forma de grandes cubos con un hueco en su parte superior. Se reparten por el jardín y me dice que las fue trayendo de un sitio cercano donde se amontonaban. Ha preguntado a unos y otros sobre la posible procedencia de las mismas. Hay quien decía que podían ser aguabenditeras. Pero serían demasiadas. Piensa que quizás tenga razón una persona que le dijo que antes de que llegara la tecnología de los molinos pudieron servir como recipientes donde se molía el cereal.

Nos acercamos juntos hacia Isaba y me va mostrando los pormenores de cada rincón, como la fuente que hoy no echa agua porque hay un jabalí que hoza el suelo algo más arriba y rompe el discurrir del manantial. No hay problema. Todos los días hay un amigo que lo arregla. Más arriba me ofrece su interpretación de la aparición de la Virgen en el «pantano», que no es sino una pradera que se recuperó a partir de un cenagal y que ahora, por abandono, está volviendo a serlo.

Se lamenta finalmente Felipe de la desgracia que sufrió Isaba cuando, con el incendio, se quemaron los registros. Esta fue, para él, la mayor de las pérdidas materiales. Eso impide ahora reconstruir con fidelidad la historia de la localidad anterior al desastre.

La conversación con este hombre podría ser larga, infinita... Invito al lector a prolongarla visitándole. No le defraudará. Aproveche la próxima vez que vaya a pasar unos días a Isaba y pregunte por Felipe. Le atenderá con todo su corazón.

Yo, desde aquí, le doy las gracias por el agradable rato que me hizo pasar.

Un saludo, Felipe.