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Santa María de Ujue. Por el monte. Carlos II el Malo y su corazón reseco.

 

Domingo de Octubre. Pamplona aparece silenciosa y tranquila. Nos vamos a Ujué. Tenemos planeado subir a pie, atravesando el  monte, desde la orilla del río Aragón hasta el pueblo.

En el área de servicio de la autopista paramos a repostar gasolina.  El aparcamiento se encuentra lleno de camiones imponentes de sitios lejanos: Murcia, Valencia, Huelva, Bristol, Amberes o Londres. Los camioneros son los marineros de nuestros tiempos.

A uno le gustaría más ver bueyes, caballos, burros, carretas y carreteros. También posadas cervantinas, mozas y venteros del Siglo de Oro como los que pueblan “El Quijote”. O las coloridas estampas humanas y de paisaje que describen los románticos que visitaban España en el siglo XIX. Se ha perdido la poesía de la vida, o por lo menos yo no la percibo, aunque seguro que otros sí la descubren en los camiones, camioneros, áreas de servicio y gasolineras.

En Tafalla entramos en un bar a comprar puros. Nos atiende una  negra joven, guapa y sonriente. Cubana por el acento. Uno la imagina paseando por el malecón de la Habana, rodeada de la brisa caliente y perfumada del agua salada del mar y no en este desabrido bar lleno de humo de esta brusca tierra Navarra. Pero el mundo tiene caminos muy extraños y si se fue de su tierra sensual y tropical será por algo.

Con dos coches subimos hasta Ujué para dejar uno ahí y poder bajar con él después de la subida a pie. A la salida del pueblo me encuentro con un señor mayor, antiguo amigo de mi familia. Charlamos un rato. Tiene varios hijos universitarios de los que se encuentra muy orgulloso. (*)

Con uno de los coches nos acercamos hasta la orilla del río Aragón. Desde aquí iniciamos la caminata. Antes de entrar en el monte cruzamos un arroyo que en los mapas llaman Lacumulato pero que mi familia y la gente de la zona nombran como barranco de Lezcairu. Denominación acertada, ya que está rodeado de carrizo, que es lo que “lezca” significa en vasco.

Durante un gran trecho vamos ascendiendo con dificultad y pegados al agua, entre fresnos, robles, juncos y cañas. Pronto, y conforme vamos subiendo, aparecen los pinos, los chaparros, el boj y el romero. También algunos madroños aislados. Muy decorativos con sus lustrosas hojas verdes y sus bolitas rojas. No parecen árboles para este paisaje tan áspero. Uno los imagina más en un cuidado jardín de ciudad o como árbol del escudo de Madrid con el oso apoyado en su tronco.

La ascensión nos hace sudar. De vez en cuando paramos a descansar. Al darnos la vuelta distinguimos, en la lejanía, los montes de la zona de Sos del Rey Católico; de colores azulados y violetas se recortan en un profundo cielo azul. Más cercanos, los pinares de San Isidro y los de la Sierra de San Pedro de Cáseda. En el fondo del valle serpentea la línea del río Aragón.

Antonio - con su mapa desplegado - nos va indicando los términos que vamos divisando a lo largo de la marcha. A la derecha, los dos Aurinos, el Bajo y el Alto, donde según es tradición los romanos tenían minas de oro. De ahí el nombre. Más adelante, Jurío y Asturiaga, que como los Aurinos están en término de Gallipienzo. A la izquierda del camino y ya en jurisdicción de Ujué: Montelana, Aldamara y Redendiaga.

Diseminados en laderas, altozanos, al fondo de los barrancos o en las vueltas de los caminos aparecen construcciones de piedra, muchas ya medio derruidas. Corrales es como se les conoce en la zona: corral del Carbonero, de  Muchis, de Simonico, de Marín, de Espelote, de  Zubiri, de Pedro Jurío, de Valentín, de Juanico, de Félix…

Durante siglos y hasta los años sesenta del siglo veinte todos permanecieron habitados por gentes que sólo se acercaban al pueblo en fechas señaladas: en los bautizos de los niños, para cumplir con pascua o llevar a sus muertos a enterrar.

Aquí la vida tuvo que ser de una dureza impresionante y más que pobre, mísera. Estos montes que ahora vemos totalmente vacíos de gentes y animales hasta hace nada, estuvieron llenos de hombres, mujeres y niños. Asimismo de animales: cabras, ovejas, vacas, burros, caballos…

Yo de niño aún conocí bajar a mi pueblo gentes desde estos corrales, montados en machos y burros, y transportando en las alforjas corderos y cabritos o cargas de leña para su venta.

En una visita reciente al Atlas marroquí observé escenas idénticas a las recordadas por mí, con hombres descendiendo de los montes en acémilas, montados en ellas a horcajadas y cargando las mercancías más dispares: ganado, fajos de leña o de forraje.

En la era de un corral paramos a almorzar. El terreno circular como una plaza de toros o, mejor, como un teatro griego. Cercado de piedras mantiene uno de sus lados derrumbado.

Nos recostamos en un carasol, frente a la pared de la casa, que tiene amplios ventanales sin ventanas. Protegidos del aire nos calienta el sol de la mañana.

Después de comer nos quedamos adormilados hablando de todo lo divino y de lo humano: de americanos y antiamericanos, del dinero, de la guerra y cosas así. Alguien comenta que Heráclito dijo que un día es igual a otro día. No sabemos muy bien lo que quiso decir el sabio griego, pero deducimos que en el fondo subyace la idea de que el tiempo es inmutable e impasible y que, en realidad, todo da lo mismo ante lo inamovible de su transcurso.

Nos hallamos debajo de una higuera con las hojas ya casi secas, repleta de higos maduros, algunos ya podridos, que llenan el ambiente de un olor dulzón y algo embriagador. Me vienen a la mente soñolienta ideas de Grecia, Minerva, la mitología, afrodisíacos e ideas por el estilo. Mejor irnos ya.

Nos cuesta Dios y ayuda levantarnos y comenzar a andar, pero al fin lo conseguimos. Seguimos ascendiendo. A nuestra izquierda el barranco adquiere cada vez más amplitud y profundidad. En su fondo los chopos se abren en  nostálgicos oros y naranjas como pavos reales del otoño. Dice Andrés Trapiello en “Capricho Extremeño” que hay que tener cuidado cuando se escribe sobre el campo y que se puede caer en la tentación de escribir palabras como azucena, prímula y creernos una especie de Proust por eso y que los nombres no dan nada. Hablar de Praga o Lisboa no nos hace cosmopolitas. Tampoco nombrar las violetas nos hace superiores. Tiene toda la razón y es mejor dejarse de “pavos reales del otoño”.

En una ladera se distingue  un  grupo de olivos. Al acercarnos, observamos que unos árboles tienen olivas negras y pequeñas y otros, olivas verdes y más grandes. Parecen de dos estirpes diferentes. Los gruesos troncos de los árboles, retorcidos como brazos desesperados, dan impresión de vejez. Tendrán cien años o más y es asombroso que sigan ahí, tan imperturbables e indiferentes a lo que nos pasa a los hombres.

Nos hallamos ya muy altos. Continúa el sol y el cielo azul, pero ahora nos acompaña una agradable brisa. Aquí la tierra se nota ya más cultivada. Los campos tienen el color pajizo del rastrojo junto al verde oscuro de las carrascas. Toda una ladera del monte a nuestra derecha aparece quemada. Únicamente se ven esqueletos de pequeños pinos. Por la simetría en la que están dispuestos parecen de repoblación.

La afición de los campesinos y pastores ibéricos por quemar el bosque es proverbial y aún continúa. En estos montes de Ujué todos los veranos se siguen produciendo grandes incendios.

Como una exhalación surgen un grupo de cazadores vestidos como “rambos” y armados hasta los dientes. Son jabalineros guipuzcoanos. Abren la puerta trasera de una camioneta y una jauría de perros con campanillas se pierden ladrando entre la maleza. Sin saludarnos se meten otra vez en las camionetas y, dejando los perros en el monte, desaparecen.

Al remontar una empinada cuesta surge Ujué. Desde aquí la perspectiva es diferente a la que se tiene cuando se ve el pueblo desde la carretera de Murillo el Fruto. Castillo pétreo y poderoso, enhiesto entre las casas del color del trigo maduro. Visión imponente. Parece una fortaleza de la Toscana italiana. Nido de águilas, le llamaban con acierto los cronistas antiguos. Constituyó durante siglos el principal bastión del Reino de Pamplona frente a los dominios musulmanes de las orillas del Ebro y más adelante frente al Reino de Aragón. Por senderos de montaña conectaba directamente con la retaguardia de la monarquía pamplonesa, escudada por las sierras de Izco y Alaiz. Sus cumbres y anchos horizontes permitían vigilar las cabalgadas enemigas articuladas por los accesos fluviales del Arga, el Cidacos y el Aragón.

Ya lo cita un cronista musulmán en el reinado de García Sánchez I (931-970), Al-Himyarí, que le nombra como el castillo de Santa María. Los cristianos de esos siglos también lo denominan como Santa María de Ossue, Ussue, Uxua o Uxue.

En la base del monte y antes de entrar en el pueblo se encuentra la ermita de San Miguel. Según el cartel anunciador, es románica del siglo XIII. No tiene tejado. Únicamente le queda la fachada y el esqueleto de los arbotantes de piedra. Todo tan romántico que se podría recrear una de las leyendas becquerianas con caballeros cazadores, damas suspirantes y monjes tenebrosos.

Ascendemos al pueblo por una callejuela empinada y con el piso de guijarros. Nos reciben los cantos de los gallos y el olor a humo. Siento la misma sensación que podría tener un peregrino medieval al entrar en una población después de llevar todo el día marchando por caminos polvorientos.

Las casas, de piedra, se encuentran muy arregladas. Una con el escudo del Baztán: ajedrezado y piedra arenisca roja. Seguro que muy moderno. No pega el emblema de un país tan amable y verde en esta tierra tan dura y reseca.

A través de las estrechas calles en cuesta del apretado caserío y siguiendo un laberíntico trazado encontramos la Plaza Mayor. Aquí se alza la casa del Ayuntamiento con el escudo de la Villa: un castillo con un ángel a cada lado y una paloma volando sobre la torre.

Paseamos por el pueblo. Todo es armónico y de una airosa perfección. Por aquí aparecían los reyes navarros a visitar a la Virgen en fastuosas peregrinaciones con séquitos de nobles y de pajes. Aún parece escucharse el sonido de los cascos de los caballos sobre el empedrado o el retumbar de los roncos atabales que anunciaría su llegada. Acompañaría la escena el flamear de banderas, estandartes y pendones reales. Según las crónicas, por las noches, descendían alumbrados por antorchas formando un cortejo fabuloso e impresionante hasta el castillo de Olite.

Me vienen a la mente recuerdos de peregrinaciones de mi infancia, el primer domingo después de San Marcos. Días de primavera sonriente unos años y otros años de viento, lluvia y frío. Veneración llena de siglos de los pueblos de las Riberas del Aragón y del Cidacos. Hombres con túnicas negras, pesadas cruces, algunos descalzos y arrastrando pesadas cadenas. Mujeres bisbeando oraciones. Enorme y verdadera devoción popular envuelta de un halo sagrado donde se palpaba lo sobrenatural.

El primer testimonio documental de estas romerías se remonta al año 1364.

Llegamos hasta la iglesia fortaleza. Desde el mirador se distingue la sierra descarnada y los dos barrancos que descienden rodeando el alto sobre el que se dispone el pueblo: la Aldabea Turtubera y la Aldabea Turtumbera.

El Santuario se encuentra en penumbra. Hasta que nuestros ojos no se acostumbran a la oscuridad, no vemos nada. Echamos una moneda en un cepillo que hay colocado en la reja que protege la zona del altar y éste se ilumina dejándonos ver la imagen de la Virgen. Nuestra Señora de Ujué. Datada en el siglo XII  o comienzos del XIII. Figura de madera revestida de plata, excepto en la cabeza y en las manos. Según los libros de arte es una de las más importantes tallas del románico navarro; rostro de rasgos geométricos con grandes ojos almendrados y pequeña boca de delgados labios, levemente girada a la izquierda. Imagen llena de dulzura y con un encanto especial. Hieratismo y rigidez del románico. Todo de una gran sencillez.

Sensación de bondad y serenidad. Se comprende la devoción sin límites que la Virgen de Ujué ejercía y ejerce sobre los hombres y mujeres de la zona, que se encomendaban a ella en las desgracias y en las alegrías. Territorios de lo sagrado y trascendencias de lo mágico que siempre necesita la humanidad, dimensiones enigmáticas de nuestra conciencia que nunca desaparecerán.

A la derecha del altar, incrustado en un hueco de la pared de piedra, guardado en un cofre lígneo, se ve el corazón de Carlos II, adornado con dibujos de corazones y las armas de Navarra. Este rey de Navarra, Carlos II, el Malo, según los franceses, tuvo una vida agitada y novelesca donde las haya, llena de crímenes y aventuras. Era un Evreux con grandes posesiones en Normandía y la Champaña y enemigo irreconciliable de los Valois. Mandó asesinar a Carlos de España, Condestable de Francia, y llegó a sublevar al pueblo de París. Participó activamente en la Guerra de los Cien Años. Tuvo relaciones, unas veces malas y otras peores, con todos los grandes personajes europeos de la época: El Príncipe Negro, Beltrán Du Guesclin y sus Grandes Compañías, el inglés Hugo Calvele , Pedro I el Cruel o Enrique II de Trastámara. Llegó a llevar tropas navarras  a Normandía en una de sus innumerables guerras. Al final de sus días había perdido todas sus posesiones en Francia y él, que tuvo muchas posibilidades de ser Rey de Francia, se quedó únicamente como rey de Navarra. Como muchos personajes de aquella época, junto a sus crímenes y tropelías era espléndido y pródigo con los amigos, órdenes religiosas y santuarios, como es el caso de Ujué, y con una fe sincera y absoluta.

En su testamento mandó que su cuerpo se enterrase en la catedral de Pamplona, sus vísceras en Roncesvalles y el corazón en Ujué. El desmembramiento del rey lo realizó Samuel Trigo, judío de Zaragoza. Para el embalsamamiento del cadáver, el israelita necesitó sustancias de nombres antiguos y poéticos: aguarrás, mirra, áloes, cicotrín, incienso, resina de teberino, lináloe, canfora, goma arábiga, colonia, gargant, gali, musquet y nueces.

La actuación del judío sería digna de una película de terror. Todo acompañado del sonido de las campanas de la catedral de Pamplona que repicaban sin parar y así estuvieron 15 días, durante toda la noche y el día.

De niño, el corazón del rey navarro, me repelía y a la vez me atraía. El día de la romería pasaba - absorto y aterrado - grandes ratos observándolo. Una revisión a principios del siglo XX refiere el estado de la víscera: color rojo oscuro, aspecto esponjoso, de consistencia regular y visibles sus aurículas y ventrículos. Así continúa.

Pasamos a la parte de atrás de la Basílica a través de una galería porticada. El día sigue cálido, azul y dorado. Se ven paisajes lejanos y montes violetas y negros, que parecen los fondos de los cuadros que pintaban los pintores flamencos. Según un indicador corresponden a  El Urbión y la Sierra Cebollera de Soria, diferentes cumbres navarras, el Moncayo y otras lejanas sierras de Aragón. Espacios enormes que remansan y domestican el tiempo. Impresión de antiguos tiempos geológicos y sensación de eternidad.

Salimos de la Iglesia. En el pórtico, se muestran esculpidos en piedra, Adán y Eva desnudos, escenas de la vendimia y hojas de parra.

La explanada situada debajo de la fortaleza se encuentra repleta de turistas con cámaras de fotos y pantalones cortos, domingueros hablando a gritos y coches aparcados. Los seres humanos modernos banalizamos y ultrajamos todo lo que tocamos.

Con el coche descendemos de nuevo hasta el río Aragón. En el cruce hacia Murillo y desde tiempos de Carlos II  permanece colocado un crucero de piedra. El cura de mi pueblo contaba la historia del hombre que robó los cálices de la Virgen y apareció muerto en esta cruz: colgando de ella, boca abajo, con la boca abierta y chorreando sangre. En mis noches infantiles yo solía recrear la escena y creo haber visto, en mis terrores nocturnos, al pobre hombre con las piernas dobladas suspendidas de los brazos de la cruz y con los dorados cálices colocados de forma ordenada en la base de piedra del crucero.

Paramos el coche en una curva desde la que se ve el Ujué clásico, como una postal: el castillo fortaleza en su alto, las casas apretadas las unas contra las otras, como con miedo de caerse por la peña. Todo iluminado por un sol perezoso que da al conjunto el color de un pan antiguo y dorado.

Nos hallamos abrumados de tanta historia y tanta religiosidad, aunque pronto nos recuperamos. Comemos a la puerta de la casa de Santa María de la Oliveta: costillas de cordero asadas al sarmiento en el fogón de la casa, pan bíblico y vino tinto, también evangélico.

Enseguida atardece.

Felices y contentos nos vamos a Pamplona.

 

(*) Poco tiempo después de este encuentro me enteré de su fallecimiento. Fue un hombre bueno y con la elegancia sucinta de algunos antiguos hombres de campo. Aquí le rindo mi homenaje. Descanse en paz. Escribe Andrés Trapiello que ha encontrado en el campo gente de aspecto rudo, con el alma limpia, pero que el no cree en la bondad de los hombres de campo y ve a la mayoría retorcidos y crueles. Además apunta que el odio florece en soledad y en el campo hay soledad y odio. Tiene razón. La naturaleza fue y aún es muy dura y hacía a los hombres que tenían que bregar con ella crueles y brutales. Lo mismo pensaba Antonio Machado que en los versos de Campos de Castilla dice: “abunda el hombre malo del campo y de la aldea / capaz de insanos vicios y crímenes bestiales”. Siempre que alguien habla del campo y de la naturaleza en sentido idílico y laudatorio recuerdo el terreno por donde anduvimos aquel día, Ujué. Todo su término está plagado de cruces de personas asesinadas a lo largo de los siglos por rencillas y venganzas de todo tipo.

 

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