Desolado de Rada. Un paseo por la historia
REFERENCIA
Extracto tomado del libro:
Iturralde y Suit, Juan.
2000. Tradiciones y leyendas navarras.
(158 páginas). Edición ROGER editor. Donostia- S. Sebastián.
(Publicado en 1916???).
El autor y la obra. Iturralde y Suit, (Iruñea/ Pamplona, 1840- Barcelona 1909). Investigador y creador infatigable, estudió comercio en Burdeos y Pintura en París, dejando un importante legado de obras pictóricas. Amaba a su tierra y su lengua, el euskara, participando activamente en la vida cultural pamplonesa. Fue uno de los creadores de la significativa Asociación Euskara de Navarra y director de su revista. Colaboró en numerosas publicaciones periódicas. Su amigo Arturo Campión clasificó su obra en trece grupos temáticos, viendo a la luz esta recopilación en 1916.
Un consejo- petición. Sería interesante contrastar el paisaje que Iturralde describe a principios del siglo XX con el actual. Esperamos que algún cibernauta se anime y nos escriba una colaboración.
EL DESOLADO DE RADA.
El terreno que se descubre al dirigirse desde Traibuenas o Caparroso al extinguido monasterio de Nuestra Señora la Real de la Oliva, es verdaderamente triste y severo: llanuras onduladas, incultas en gran parte y cubiertas de hierbecilla apretada y fina como musgo, pero de tintas grises o violáceas; vericuetos arcillosos cortados por laberínticos barrancos donde asoman carrascos retorcidos, como si forcejearan por huir de aquel sitio; filas de chopos, estirados y flacos en su mayor parte, que parecen formarse en línea para ver pasar el caudaloso río Aragón, cuyas turbias y turbulentas aguas lanzan murmullos plañideros; en sus orillas, extensas dehesas en las que pasturan toradas navarras que sestean a veces semiocultas entre verdes boscajes; más distantes, algunos pueblos rodeados de huertos circuidos por tapias de adobes; en sus inmediaciones, viñedos - exuberantes y cenicientos olivares; allá, en último término, la línea oscura y sinuosa de las sierras, y en el primer plano, como para completar la severa fisonomía de aquellas soledades, un cerro pedregoso, tapizado a trechos de plantas aromáticas, pero desprovisto de árboles y aislado en medio del llano, como las pirámides faraónicas en los arenales del Egipto, y en cuya cúspide truncada se extiende una meseta sobre la cual se destacan las irregulares siluetas de restos de edificios agrupados en torno de un mutilado torreón de una iglesuela de calada espadaña.
- ¿Qué pueblo es aquel que se ve en el alto? - pregunté al fornido ribereño que me servía de guía la primera vez que pasé por aquellos sitios.
- El desolau de Rada - contestó.
Aquel nombre, que ya conocía, avivó la curiosidad que despertaba en mí el aspecto típico de tan extraños riscos. Detuve el caballejo para contemplarlos a mi sabor, y contínué diciendo al mozo:
- ¿No queda entre esas ruinas alguna casa donde nos puedan albergar esta noche?
Soltó aquél una sonora carcajada, y exclamó:
- ¿No lay dicho a usté que es el desolau? Allá enriba no viven más que raposos en los cados del montico; amanta arrapa-pájaros y mochuelos ú murciágalos en los bujeros de las paredes bulcadas, y cualque gardacho debajo. Según paice, allá se arrejuntan las brujas.
- No importa -repuse-, vamos arriba; y como ya es tarde para pernoctar en Carcastillo, nos iremos después a dormir a Caparroso. ¿Te parece bien?
- Lo que usté quiera. A mí lo mesmo me da quedarme en el cerro: poco miedo pa pasar la noche entre raposos y entre brujas.
Y levantando en alto la repleta bota que asomaba por la boca de la alforja, añadió:
- ¡Hubiendo de esto!
El lugar, más tarde villa de Rada, no es el único de Navarra al que en los documentos de nuestros archivos históricos se aplica el gráfico nombre de DESOLADO: es una de tantas entre esas misteriosas poblaciones desaparecidas durante el período medioeval, víctimas de guerras implacables o de los espantosos estragos de mortíferas epidemias, quizá de ambos azotes; poblaciones que, cual si sufrieran los efectos de una maldición, ahuyentaban a las gentes, sobreponiéndose el terror a la codicia de famélicos campesinos sin pan y sin hogar, que presa de la desesperación vagaban por aquellas fatídicas comarcas. Aquel pueblo lo fue de señorío, y en él mandaron sucesivamente, durante la Edad Media, D. Bartolomé Jiménez de Rada, D. Gil, D. Lope Díaz, Juan y Ojer de Mauleón, Per Arnal de Mauleón y Martín de Aybar, cambarlen de Carlos el Noble; Ojer de Agramont y otros muchos más que no recuerdo. Su situación estratégica le daba en aquellos tiempos singular importancia, y así lo comprendían los soberanos de Navarra y los fieros banderizos cuyos odios y rivalidades tales desventuras habían de acarrear al nobilísimo Reino pirenaico.
La ascensión al montículo de Rada, si bien fatigosa, no exige mucho tiempo. Siglos atrás, el pueblo que se alzaba en su cima, ennoblecido con diminuta iglesia y castillo roquero, emergía probablemente de un espeso bosque. Hoy aquel terreno cubierto a trechos por espinosos arbustos, alfombrado con matas de tomillo y romero, de exquisitos aromas, pero de tintas cenicientas, tiene, visto desde su parte occidental, el aspecto funerario de un gigantesco tumulus. La senda que conduce a lo alto serpentea por la áspera pendiente, estrechada por retorcidas raíces que asoman entre puntiagudos y mohosos pedruscos, desprendidos sin duda de la cumbre al ser destruidas las casas del pueblo y los muros que las circundaban.
Desde el castillo que coronaba la eminencia y protegía a la villa extendida en derredor suyo dominábase el quebrado y extenso llano, y la vista se espaciaba sobre un grandioso panorama, pudiendo vigilar a la vez ciudades y lugares renombrados. En primer término, los barrancos grises y los feraces sotos que baña el caudaloso río Aragón, encrucijadas formadas por altozanos arcillosos, tan propios para golpes de mano; más allá, las pardas siluetas de Caparroso, Pitillas, Traibuenas, Murillo el Cuende, Mélida, Santacara, Olite y Tafalla, con sus admirables iglesias, sus típicos campanarios y sus grandiosos y encantadores alcázares y jardines reales, hoy arruinados; más lejos aún, otros centros de población y arcaicas y solitarias ermitas entre grupos de árboles; y cerrando por un lado el horizonte, las manchas extensísimas y negras de los inmensos pinares que cubrían las desiertas Bardenas, en cuyos umbrales se alza el venerando y gigantesco monasterio de la Oliva, antaño floreciente y esplendoroso, hoy arruinado y triste; a su izquierda, la típica montaña que sirve de pedestal a aquel bendito templo desde donde tiende sus amorosos ojos, sobre la tierra llana de Navarra, la Virgen Santísima de Ujué; detrás, la sombría sierra legeriense; y aún más lejanas, las ingentes crestas pirenaicas, que cetrando tan sublime cuadro en dirección al alto Aragón y Francia, ostentan las relumbrantes coronas de sus nieves perpetuas.
Cuando llegamos a la reducida explanada donde la villa se elevara en otros tiempos, el sol tocaba casi a la línea extensa del horizonte; sobre su disco encendido se extendían inmóviles, prolongadas y angostas fajas de nubes violáceas de variados matices e indescriptible finura de tonos, festonadas por líneas de oro y fuego y reflejadas en las cumbres de las lejanas sierras, en el cerro en que nos encontrábamos y en aquellas tristes ruinas a las que parecían envolver con los resplandores de un incendio, dándoles un aspecto fantástico y siniestro. Sobre los montones de piedra, semiocultos en tierra y maleza, elevábase un desmantelado torreón cilíndrico formado de sillares carcomidos por la intemperie durante siglos y cubiertos de líquenes y moho: era el único resto de aquella fortaleza teñida en sangre de hermanos, vigía ciclópeo y muerto de aquel pueblo desaparecido, testimonio elocuente de la saña tremenda con que sus habitantes combatieran, destrozándose en luchas estériles de las que no resultaba gloria para nadie, sino desolación, ruinas y espanto.