Joxe: historias del Guardetxe de Aralar
REFERENCIAS
Extracto tomado tomado de:
Iturriza, Antxon.
1996. Biografía sentimental del montañismo vasco.
(102 páginas). Ed. Orain, S. A. Donostia- S. Sebastián.
El autor y la obra. Antxon Iturriza, (Donsotia, 1948) es un asiduo informador del mundo de la montaña. Colaborador en radios y periódicos, escribe para Gure mendiak y Pyrenaica. Esta pequeña obra está plagada de experiencias de montañeros, desde los incios hasta expediciones de hace pocos años. Realmente su título es el mejor que le podía poner el autor.
Joxe, el guarda.
Joxe había llegado a Aralar un día de otoño de 1912. Tenía entonces dos años y era el hijo de Miguel Zufiaurre, el guarda de los bosques del Realengo. Como los troncos de las hayas, creció apoyado en la tierra húmeda y de los silencios de la montaña fue aprendiendo a hablar el lenguaje de la naturaleza. Así llegó a entender el mensaje del viento, el canto del pájaro o el sígnificado de las huellas del zorro.
Era aquel un Aralar ignorado, patrimonio de pastores y carboneros en el que por la Casa del Guarda, en la que vivía Joxe, no pasaba nadie; por no pasar, ni la carretera pasaría hasta el año cuarenta y nueve.
Tuvieron que transcurrir también muchos años para que la luz eléctrica sustituyera al kriselu de aceite o al carburo. "Fue en el año 67; parecía que vivíamos en el cielo", decía Joxe al recordar el momento en el que, por primera vez, apretó el interruptor y se iluminó la cocina.
Desde la entrada de la casa había visto un día de invierno de 1927 pasar ante el asombro de su padre, que creyó eran peregrinos, a los primeros esquiadores: eran los tolosarras José Labayen y los hermanos Paco y Andrés Tudiri, que venían esquiando desde Amezketa camino de San Miguel. El joven Joxe tomó nota del invento y le faltó tiempo para cortar una haya y hacerse unas tablas parecidas a las que había visto.
En las jornadas crudas del invierno, cuando las nevadas cerraban los caminos y Guarda Etxe quedaba aislada, Joxe se calzaba sus esquíes de madera y descendía a Baralbar a buscar provisiones para la familia. Porque, para nevadas las de entonces: la del cincuenta y seis, por ejemplo, que llegó a 1,80 de espesor; o la del cuarenta y uno, cuando Shebe Peña y don Inocencio, el capellán de San Miguel, tuvieron que entrar en el interior de la casa a través de un túnel hecho en la nieve.
Cuántas historias y recuerdos en torno a la casa del bosque de Aralar; cuántas horas apacibles pasadas en torno a la mesa de uralita verde de la cocina jugando al mus, mientras Nicolasa, siempre pegada al fogón, preparaba la cena.
Durante años, desde la soledad de la montaña, Joxe supo enaltecer el título de guarda hasta darle rango de nobleza. Decir Joxe, Joxe el guarda, era, más que la determinación de un oficio, un axioma acuñado en afecto respetuoso entre esquiadores, montañeros y pastores, porque, desde los tiempos del Neolítico, ningún hombre había dejado en los bosques y praderas de esta sierra una parte tan grande de su vida como él.
Un día de julio de 1987 se dijo que Joxe se había marchado para siempre de Aralar; que no volvería a sentarse en el zaguán de Guarda Etxe con el pantalón azul mahón, la camisa de cuadros y el jersey de cremallera, para contemplar el bosque bajo el ala de su txapela negra. Pero quienes lo aseguraban olvidaban que su figura nunca podría ser arrancada de los bosques a los que llegó retoño tierno, creció árbol fuerte y alcanzó el rango de tronco venerable.
Joxe no se podía ir de Aralar aunque la tala de la vida se llevase lejos la madera de su cuerpo. Como el medio millón de hayas del Realengo, que él conoció y cuidó una a una, sus raíces están hundidas en la tierra, escondidas entre la hojarasca. Joxe vivirá siempre entre las siluetas rectas del hayedo, junto al Basajaun, los duendes de Errekabeltz y los númenes de jentilarri. Al igual que ellos, Joxe, Joxe el guarda, es una leyenda y las leyendas, ya se sabe, no mueren nunca.